No decirle a mami
por Humberto J. Roche
Un tono… dos tonos… tres tonos… Pero, ¿qué digo?
No puedo decirle a mami que voy a morir…
— Este… ¿mami? …na’… yo estoy aquí lo más bien — Dije mientras se me ocurría un paquete tremendo. “…no, no… sí, claro que estoy sano y salvo”
No puedo contarle a mami sobre el infeliz que me está aguantando el celular en mi oído…
— Es que… preñé a mi novia y tuve que huir del país porque el suegro… ¡No, no! mami, no me hables así…que no soy ningún cobarde.
No puedo aguantar las lágrimas; una cascada de recuerdos brota de mis ojos.
— ¡Dile a Kao que la quiero mucho, y que un día volveré por ella! ¡Díselo, mami!
No puedo contarle a mami acerca del machete que está siendo pulido y afilado…
— Sé que fui un mal hijo, mami, pero dile a mis hermanos que les perdono todo… No, no, es que…
Mami quiere llorar; debí llamar a mi tío, el policía, a ver si cogía el rastro de la llamada. Espero que me dé tiempo de terminar…
No puedo decirle a mami que el machete ya está listo…
— Mami…
Me están saliendo gallitos por mis buenas ganas de llorar.
— B-bendición… me d-debo ir…
¡Ya, idiota! ¡Necesito tirar la última pista!
— Este… mami, “I see a little silhouetto of a man…”
No debo decirle a mami que solté el teléfono porque…
El eco de una voz ronca termina con mucho más que una llamada…
El pobrecillo no podrá decirle a su mami que su cuello se convirtió en una fuente de sangre. Ah… Disfruto ese momento de éxtasis cuando el metal frío atraviesa la carne cálida… ¡Qué bello era ver ese último instante de valentía en los ojos de ese cochinito al cual curé de la enfermedad de la vida!
¿Somnolencia?
por Tatiana Plaza Barreto
Seamos francos.
Esta mañana luchaste con tus sábanas para salir de la cama. Fue una guerra campal entre el despertador y el calor acogedor de la almohada. Mientras más fuerte sonaba aquella pequeña cajita gritona, más cómoda se convertía aquella cuna de sueños.
Y, ¡qué va! Cómo vas a querer levantarte, si cuando lo hagas, te darás cuenta de que lo que viviste la noche anterior fue un sueño, un gran sueño sublimado. Esa utopía chocará de manera estrepitosa con la realidad en cuanto toques el piso. Te levantarás con los ojos lagañosos y tu boca tendrá el olor a lo último que probaste antes de dormir: una mezcla entre cebollas fritas y alguna de esas bebidas extrañas a las que acostumbras. Te tomarás un café antes de lavarte la boca porque no soportas la resaca que corre por tu mente debido a los pensamientos de la noche.
Pondrás a calentar el agua en la ducha –hasta que se empañen los espejos- y te darás un baño buscando recordar qué te llevó a donde estás. Al salir, los espejos estarán tan empañados que, al mirarte, solo podrás ver tu reflejo distorsionado.
El tiempo habrá corrido cuando te des cuenta de la hora. Buscarás de forma apresurada tus ropas del día, y saldrás a toda prisa.
Pero ya será demasiado tarde. La alarma continúa gritando y aún no logras salir de la cama.
Laura
por Héctor A. Ocasio Rodríguez
Debajo de la puerta se asomaba lo que parecía ser sangre, comencé a llamarte mientras mi mano temblorosa giraba la perilla; sabía lo que encontraría, pero con solo siete años deseaba equivocarme. Durante los pasados diez años me levanto con ese recuerdo; la imagen fresca como si hubiera sido ayer. Al bajarme de la cama lo hago por el lado derecho y piso con el pie izquierdo; debo hacerlo solo de esa forma. Al cepillarme el cabello lo hago cuatro veces, luego diez y por último ocho, tiene que ser cuatro, diez y ocho para que quede bien. Una vez termino de prepararme, camino hacia la puerta principal, no sin antes detenerme por unos minutos frente a tu habitación.
El camino a la escuela, además, tiene muchas grietas. Me aseguro de solo pisarlas con el pie derecho; cada día mis manías me roban más tiempo. Aunque la realidad es que no deseo llegar, es una tortura constante y lo peor es que no te tengo para desahogarme.
Aún recuerdo el aroma a flores de tu cabello y cuando me decías en las noches de tormenta, “una niña tan hermosa no es responsable de tal cosa”, mientras peinabas mis cabellos con tus dedos. He llegado frente a la escuela, y durante quince minutos me detengo en la entrada y solo considero escapar. No es hasta que suena el timbre que la veo, por minutos no tengo la necesidad de ceder a mis manías; mi mente se va en blanco con su hermosa mirada y el pequeño lunar que reposa sobre su mejilla.
Cada minuto, hora y día que la puedo ver, mi vida es un poco mejor. La hora de tomar juntas la clase es maravillosa y durante las ocho horas que tengo que estar aquí, esa es la única hora que no quiero que termine. Mientras entro a clase me sacudo mis manos cuatro veces y retiro mi cabello de la cara. Sé que murmuran sobre mí; desde que recuerdo son los mismos murmullos:
Ella, la niña que entró a la habitación y encontró a su madre tirada en un baño de sangre… ella, la niña que no buscó ayuda y permaneció tres horas allí hasta que su padre la encontró. Ella, la que no lloró la muerte de su madre, la niña con raras manías, la niña que en secreto no desea nada más que escapar como su madre.
Me asfixio y necesito tomar aire. Mis pensamientos son como un avispero, todo se mueve muy rápido y el suelo se ve cerca. Veo a todos reírse y entre todos, está ella también. Me duele la cabeza al punto que apenas puedo abrir mis ojos, me paso la mano por la frente y la siento mojada. No puedo aguantar las ganas de gritar.
La risa de ella se detuvo, el miedo se asomó en su rostro y pude entender lo que estaba por suceder. Todos comenzaron a salir, se empujaban unos a otros, mientras el cielo se oscurecía. El pánico se apoderó de todos y buscan refugio en salones, armarios y debajo de escritorios. A lo lejos veo como el lunar en su mejilla es cubierto por lágrimas. No puedo continuar negando la realidad de lo que está sucediendo, tengo que salir e irme lejos.
Mientras corro, cuento cuatro semáforos y a lo lejos puedo ver la estación del tren. Puedo sentir cómo todo detrás de mí se destruye…jamás debieron burlarse de mí…jamás debieron. Sin detenerme, sacudo mis manos cuatro veces, y retiro mi cabello de la cara.
Hoy ha sido difícil, todos los días han sido así desde que ya no estás.
Ahora es demasiado tarde y al llegar a la estación del tren me detengo. En cuatro intentos soy capaz de mirar hacia atrás… puedo sentir la lluvia en mi rostro y ver lo que hice; como la pared de viento pierde fuerza y se va despegando del suelo, no dejando nada en pie. Así como se va desvaneciendo, pierdo las fuerzas en mi piernas y en un instante todo deja de existir y logro escapar.
Me enamoré de su hija, Señor Fúnebre
por Martín A. Santos
Estaba observando a lo lejos desde aquel sofá deshilado, cómo Mauro descansaba de manera eterna en aquella caja hecha de madera costosa. Así, la tía Laura aparentaba ser una viuda con dinero, cuando en verdad mi tío era un pela‘o de la vida que complacía sus caprichos. Veía cómo la gente a mi alrededor llenaba sus bocas con gritos de desaliento y desesperanza; cómo sus rostros se inundaban de lágrimas y cómo en aquella sala de espera, solo se observaban los pequeños jugando a las escondidas. Mientras tanto, los familiares dentro de la sala de oración, observaban el reloj esperando la hora para irse y buscar algo de comer.
Afuera estaban los viejitos bebiendo, fumando, hablando de la fábrica y recordando al tío Mauro. Narraban cuentos de cuando el tío llegaba diciendo que estaba loco por morirse para no aguantarle cuernos y caprichos a una mujer que nunca había amado. Ellos solo reían y veían la situación como algo jocoso, sin importancia, haciendo referencia a la famosa frase: “ese viejo taba’ loco pal’ carajo”. No me quedó de otra que quedarme solo y aburrido, pues la verdad no le tenía gran afecto al tío Mauro. Él ni la bendición me echaba; decía que los niños eran traídos al mundo por el diablo y que solo quitaban tiempo y dinero, por lo que yo era uno más en su lista de demonios.
Odio los funerales, pero papá me obligó a ir para honrarle respeto a un hombre que no era digno del mío. Aun así, nunca olvidaré el nombre de aquella funeraria: “El buen pastor”. Creo que desde que vi ese nombre, entró en mí algo de esperanza y me permitió ver aquel triste y tonto funeral con algo de optimismo.Tal vez.
No lo niego, me di la oportunidad de conocer aquella vieja funeraria. Así que fui a cada uno de sus rincones buscando, entre las plaquetas hechas de bronce, alguna vieja frase o algún dicho no común entre mi vocabulario y volví a aburrirme, pero entonces comenzó a darme hambre.
Esperé a que se despejara la cocina pues estaba llena de gente “cachetera” que ya iba por su tercer cocoa caliente, el segundo pedazo de pastel de calabaza y la tercera lasca de queso papa. Así, podría yo satisfacer las necesidades de mi estómago que llevaba cinco horas sin un alimento. Cuando todos se retiraron, me fui a ver lo que aquella humilde cocina tenía para ofrecerme. Afortunadamente, no fue la cocina la que tuvo algo para ofrecer, sino un rostro no conocido que, con ojos brotados de color negro, un pelo serpenteado color oscuro, una piel pálida y una voz sutil, me preguntó:
-¿Quieres chocolate?
Yo con los nervios trepa’os, pero de forma coqueta le contesté:
-Quisiera eso y mucho más.
Entonces ella llena de curiosidad, con una sonrisa de medio lado y su rostro hacia abajo me pregunta:
-¿Y qué es mucho más?
-Conocerte y saber a quién sacaste tan lindos ojos. – Indiqué yo de forma atrevida.
-De mi padre. Debes haberlo conocido; él es el dueño de la funeraria y este es nuestro hogar. – Dijo ella con una risa burlona.
Rápidamente y con la cara en blanco, puse un rostro de vergüenza, me eché para atrás y pedí disculpas por el descaro que había mostrado. Solo quería ser amigable, porque la niña me gustó mucho y no había maldad en su rostro ni mucho menos malas intenciones; pues yo era otro pela’o al igual que mi tío Mauro. De repente, la niña se acerca a mí y me dice:
-Oye, no te niego que me dio curiosidad en saber quién eras y que hace rato quería hablarte.
Mi rostro se llenó de alivio y sustento al saber que esta niña tenía curiosidad sobre mí también. Nunca me había enamorado y nunca había sentido ese desespero por alguien; fue mi primer amor. Ya veo que la muerte del tío Mauro no fue en vano del todo. Se escuchará cruel de mi parte, pero murió en el mejor momento, pues algo bueno trajo a mi vida. No perdí tiempo en decirle que me gustaba, pues ya llevábamos más de seis horas hablando en aquel viejo sofá frente a la cocina. Ya no importaba el sufrimiento de los demás; estaba feliz y aproveché el momento para invitarla a cenar un día, pues ya ambos teníamos dieciocho años.
Lo que no sabía era que ella fue criada a la antigua y que tenía que pasar por el proceso de hablar con su padre primero. Él era un hombre de carácter serio y desde que comencé a hablar con ella, se dio a la tarea de observar quién era, pues él solo recibía y despedía a las visitas de la funeraria. Le dije a mi amada que aceptaba el reto y con aire en mi pecho fui a donde el viejo fúnebre y me presenté, le dije mi nombre, de dónde era, qué pariente mío había muerto. Él se presentó de manera sutil, me dio el pésame y me dijo de manera cortés que su casa era mi casa. Vi que la conversación había fluido de manera positiva y me vi con más confianza para hablarle sobre aquella funeraria vieja, pero decente.
Cuando la conversación se tornó algo larga me dije: ya basta.
No busqué más excusas y solo fui al grano. De manera decidida y respetuosa, entonces le dije:
-Señor, hace rato he estado observando la gente de la funeraria y lo hipócrita que son muchas personas. Esto no es un ambiente de respeto y entre toda esta mugre pude centrar mis ojos en su hija y me tomé el atrevimiento de hablarle. Con todo respeto, estoy aquí para decirle que me enamoré de su hija, señor fúnebre y de verdad me gustaría llevarla a cenar algo.
Él solo me miró, se echó a reír y me dijo de forma despreciable:
-No tan solo soy el dueño de la funeraria, me he dado la tarea de sepultar personas yo mismo. He enterrado gente de dinero que me ha pedido la mano de mi hija, pero nunca he enterrado a alguien pobre que lo haya hecho. Si quieres llevarla a comer con lo poco que tienes, llévala. Luego llega a este mismo lugar y date la tarea de ser el primero, tendrás todo preparado.
Cinco para caminarlos
por Loraine Rosado
Te cuento…
El martes fue una odisea levantarme, los remanentes del vino me obligaban a no moverme de la cama. Cuando al fin logré recuperar el equilibrio, me asomé al balcón y fue entonces cuando el cielo me inyectó su azul vibrante. El día me suplicó que saliera a caminar hasta el cansancio, sin noción de tiempo ni de espacio.
Empaqué agua, manzanas y una libreta, por eso de que me llegara lo de poeta en alguna esquina. Salí de mi casa, sin el mínimo presentimiento de lo que ocurriría a partir de entonces.
No fue hasta hoy, viernes o sábado, que tuve la oportunidad de llamarte, pues dejé el celular en la casa. Se me han desgastado los pies de tanto caminar; he bajado algunas pulgadas, bueno, bastantes. No he descansado ni un segundo. Seguiré caminando hasta que se marchite el cuerpo entero, así que no te asustes si algún día nos reencontramos y lo único que logras percibir son las memorias, o tal vez, la nostalgia de un Edward Hopper.
Termino de hablarte y el instante se altera, me vivo el trance, despertando en puntos suspensivos. Se duerme tu voz en mis recuerdos. Comienza la danza de la transmutación.
Jamás estuve tan feliz…
Intervalo de excitación
por Krystal M. Irizarry Mendoza
Mientras el dulce aroma del óxido deleita mis sentidos; él, mi testigo, pero también mi asesino, se va preocupando en posicionar su fusil, en tiempo y espacio justo, para acabar en un instante con lo que nunca fue una vida. Es él, al obedecerlo y cerrar mis ojos, el que me permite escuchar el detenido susurro que posee el gatillo que va a despedir mi alegría. ¡Oh, anhelado final! Provocas el sabor de un sol que colapsa, mientras las aves encienden un vuelo vertical. Es en este, mi delirio, se ve interrumpido por la orquesta apocalíptica y desafinada que expide el cañón. Un agudo, ¡boom! ha conquistado todo el silencio. Entonces, mientras transcurren tres eternos segundos, veo pasar los microbios de mi sangre pintando con decoro, la escultura en mármol en la que me estoy transformando. Al percatarme de esto, entiendo que Cronos tiembla en dirección opuesta a mí. El día, al igual que yo, nos vamos agotando.
Entre mi muerte, hay un tránsito de imágenes desfilando recuerdos de lo mediocre que he sido día, tras día. Por otro lado, hay un ánima con tu olor que rescata mis memorias pasadas. Entretanto, creo que me habías llamado, ya no sé cuántas veces, no obstante, preferí bañar a mi perro que contestarte un, “hola, cómo te va”. Ahora que estoy, pero que casi me voy, me percato del insignificante reloj que nunca me quito. Por vez primera lo he observado y he descubierto que voy contra el tictac de sus manecillas. Es estúpido cómo ahora me doy cuenta lo lento que soy. Debí, hace una semana, responderte el “hola”. Pero bueno, por ahora solo me da el tiempo para un adiós…
El “Wise”
por Atheana T.Sanders Canino
Nadie nace en las calles. La gente llega por necesidad. Buscando salidas, se encuentran con la entrada al infierno, porque una vez que entras no eres dueño de tu vida, ni de tus decisiones. El vicio te controla, te conviertes en un autómata. Mi infierno comenzó cuando apenas tenía 17 años, a punto de graduarme; el peor año de mi vida.
Aquí me conocían como El “Wise”, por eso de que me las sabía todas. Pero ni siendo genio se sale de aquí. Se necesita de un milagro, para que luego de tantos intentos fallidos, tu cuerpo decida obedecer. No fue hasta que una noche que vi como mi querida abuela daba la vida por mí, que entendí el milagro del que tanto se hablaba. Fue la noche en que me fui tan lejos, que mi alma se perdió y vi como ella se metió en mis entrañas para encontrarme y traerme de vuelta. Cuando desperté, se había ido. Perdí a la única persona que nunca perdió la fe en mí. La única persona que llevaba en su corazón todos mis pesares y me ayudaba a que fuera más llevadera mi carga. Su muerte no será impune y hoy me levanto como un hombre nuevo.
Ven, te invito a ver desde abajo
por Xiomara M. Santiago Orama
Tan importante como aprender a caminar, hablar, desenvolvernos y a conocer las diferentes esencias de la vida; es aprender las distintas leyes de la misma.
Ella era una niña engreída, egoísta, y superficial. Sus padres se habían enfocado en darle lo mejor, pues no querían que le faltara algo. Aquella pequeña lo tenía todo; desde riquezas, familia, incluso las cualidades perfectas, según los estereotipos. Esos que limitan la belleza y le ponen barreras a una de las grandes esencias de la vida: la diversidad.
En el salón de clases había muchos niños pero ella tenía uno favorito. Era un niño similar a un ángel. Para ella, él era perfecto. Todos los días llegaba temprano para que le tocara sentarse al lado del niño. No se atrevía a hablar, dejaba que el silencio y las inocentes miradas hablaran. Una mañana antes de entrar al salón de clases, el niño se apresuró a besarla. Un beso acaramelado tan temprano en la mañana y tan lejano de maldad como solo lo puede dar un niño. Esa tarde, la niña decidió seguirlo para invitarlo a conocer su modo favorito de diversión: correr el famoso “jeep de batería” en la pista de su padre.
La niña se topó con una escena que, para ella, era horrible y cambiaba todo. Una mujer de apariencia desgastada abrazaba al niño y lo llamaba hijo. iQué horror, el niño era pobre! El niño en el que se había fijado no era como ella. iQué diferencia tan devastadora! Decidió salir corriendo ante la desastrosa escena y olvidar al niño. Ella creció sin aprender que la vida rica en apariencias resulta en una vida de sin sabor, sin esencia. No se imaginaba la lección que le daría la vida.
Muchos años después, cuando ya era una joven exitosa, pasó por un lugar en construcción. Los empleados se encontraban en su hora de almuerzo. Vieron cómo una mujer alta, de figura esbelta, pasaba por el lugar. Todos se babeaban por su figura “victoria secret”. Sus tacones y cartera Louis Vuitton y las gafas Gucci, la hacían ver como una mujer inalcanzable. La mujer tropezó con una piedra y calló al suelo. “No se está arriba sin haber estado abajo.” La mujer alzó la mirada y vio un hombre guapísimo extendiéndole la mano. Era el ángel de su niñez que eclipsaba la luz del sol. “Desde abajo todos somos iguales.”
Paredes desnudas
Por Relvin E. González Rodríguez
Cuando niño frecuentaba una cabaña sin puertas en el medio del bosque que estaba cerca de mi casa. Recuerdo que solía correr mi bicicleta entre árboles y riachuelos. El tiempo transcurría entre el trinar de las aves y el susurro de la briza, de modo que cuando me acercaba a la misteriosa cabaña, tenía que regresar a mi casa antes de que me atrapara la noche allí. Para ese entonces no había cámaras de video tan accesibles como ahora, ni grabadoras portátiles, pero podría jurar que una de las veces que le daba la vuelta a esas cuatro paredes sin puertas, escuché algo adentro.
No era un ruido aterrador, ni en necesidad de ayuda. Simplemente era… diferente. Desde esa vez no he vuelto a ir a ese lugar, pero nunca pude borrar ese recuerdo de mi mente. Ahora me encamino de nuevo, rogando que mi memoria no me falle y que la pueda encontrar. Gasté mis ahorros en una buena bicicleta, linternas, un equipo de cámaras y una grabadora, que cargo en una mochila.
Cuando al fin llego, lo primero que noto es que está exactamente como la recuerdo. Pero me doy cuenta de algo que pasó desapercibido cuando no media ni cinco pies, puedo ver un resplandor en el techo. Así que debe tener un cristal o una ventana arriba. Al fin encuentro una forma de subir para tomar un vistazo. El tragaluz está sucio, lo que no me permita ver bien, pero hay una silueta moviéndose adentro de la cabaña. Al acercar más mi rostro, el contorno de la silueta se define en una silueta muy familiar. Era una mujer. Ella percibe mi presencia y me sonríe, en ese momento sentí paz y una extraña felicidad. Es como si estuviese viendo a una vieja amiga luego de muchos años. “Hasta que al fin alguien se atreve” me dijo.
Y así, niños, fue como conocí a su madre.
Ojo de agua
por Gaddiel Ruiz
El sol se repetía sobre el manantial, curtiendo el mural de la bandera en mediodías. Niños se bañaban; bañaban uno, dos caballos; una chica con la manguera se refrescaba en la orilla. La carretera de la barriada era más abrupta quel karzo, pero vale la pena la vuelta, y el asustar pececillos de laguna. Más subterránea que la gota que baja desde el mogote, por mi mejilla corría un ojo de agua.
¡Adiós!
por Jessica M. López Rondón
Había decidido volver a aquél café. Siempre fue uno de sus lugares favoritos. El pequeño café de la esquina, donde tuvo muchas de sus mejores noches junto quien le había prometido todo. Era el único lugar en donde podía pensar en su futuro. Entró esa fría y lluviosa mañana con su libro favorito, una libreta desgastada – también su favorita- y su bolígrafo de punta plana. Necesitaba leer, necesitaba escribir, necesitaba olvidar todo lo que la estaba agobiando en las pasadas semanas.
Se sentó en una mesa veterana, justo al lado de la ventana, donde podía ver a la multitud pasar. Mientras miraba distraídamente hacia afuera, la mesera se acercó y le tomó la orden. Un chocolate caliente y un croissant, por favor. Mientras esperaba, leía un poco su libro, pero no podía dejar de pensar en él. Hacía ya dos meses no sabía nada, ni siquiera si estaba vivo, y debido a esto su desempeño en la universidad se había afectado gravemente. Extrañaba sus dulces ojos color café, su pelo castaño –siempre revuelto- y esa sonrisa que la enamoró desde el primer día. Empezó a llorar desconsoladamente, y muchos en el café la miraban, alarmados. Tantas preguntas sin respuestas, tantas noches perdidas con la esperanza de que iba a recibir, por lo menos, una llamada.
Él fue quien la ayudó a sobrepasar ese pasado lleno de maltrato de parte de su padre. Junto a él tuvo los mejores momentos; memorias que se nunca borrarían de su mente. Sentía que junto con él se había ido un pedazo grande de su corazón. ¿Por qué tenía que irse sin dejar razón? Al paso de varios minutos, escuchó la campanita de la puerta resonar, alzó su mirada, y lo vio.
Ella bajó la mirada rápidamente y, nerviosa, regresó a leer el libro. Sintió que alguien se sentó al lado contrario de la mesa en donde ella estaba, y subió su llorosa mirada. Con una gran sonrisa. él le entregó una flor, y sobre pequeño. Ella, descontrolada, se echó a llorar. Él se acercó a ella y la abrazó. Era él, había regresado de nuevo. Los últimos meses habían sido horribles sin él. Vio una señal de esperanza y pensó que no se iban a volver a separar de nuevo.
Hablaron de todo en el pequeño café, compartieron muchísimas risas y unas cuantas lágrimas. Él le dijo que abriera el sobre que le había entregado junto a la flor. Ansiosa, empezó a leer la carta y, poco a poco, su semblante cambió. En la carta él le mencionó que esa misma noche viajaba hacia Afganistán en una misión especial del ejército, y que le era demasiado difícil decirle adiós. Ella, angustiada y con gran llanto salió rápidamente del café.
En la mesa quedó él, con una rosa, un libro y un chocolate caliente.
El ÚltimoTrago
por Christian D. Rosado Arroyo
Era una noche lluviosa; las sombras de los árboles marcaban el sendero a Valle Encantado. La pequeña silueta de un niño en el ventanal era visible desde la calle. De sus ojitos brotaban lágrimas desconsoladas. Sus temblorosas manos sujetaban una foto. Ana Santos, su madre, acababa de fallecer. El desconsolado niño era Jaimito Gutiérrez. Era muy inteligente y bondadoso para su edad, de diez años. Residía con su señor padre, Alfredo Gutiérrez en una humilde vivienda. Don Alfredo se dedicaba al cultivo de frutas y vegetales en su huerto. Con lo poco que obtenía de la venta de su siembra sostenía el hogar. Cuando su esposa se enfermó, Don Alfredo se hundió en una enorme depresión. Comenzó a ingerir bebidas alcohólicas, presagiando el final. Apenas trabajaba y lo poco que obtenía lo malgastaba. Jaimito observaba con gran dolor y extrañaba cada día más a su mamita.
Un día, Jaimito le dijo a su padre que los niños de la escuela se burlaban de él y éste, muy furioso, comenzó a gritarle, “¡Déjame en paz! Solo quiero beber y estar con mis amigos.” Al día siguiente, mientras trabajaba en su huerto, recordó lo que su hijo le había dicho. Sintiendo un gran dolor se dio cuenta que no podía superar la muerte de su amada esposa. Se sintió devastado, soltó la azada y corrió hacia la tienda de licores a continuar bebiendo. Borracho hasta perder la conciencia, se alejaba de su cruda realidad y creía verla viva.
Para su hijo era todo lo contrario, vivía esta trágica realidad día a día. Asistía a la escuela muy afligido y uno de sus amigos, Juan, se dio cuenta que algo andaba mal. Le preguntó qué le pasaba. Jaimito, con lágrimas en los ojos le dijo, “Papá me grita, desde que no está mamá creo que me odia.” Juan le contestó que a lo mejor su padre estaba triste y no sabía cómo dejar de beber. Jaimito se quedó pensando en las palabras de Juan, pero su padre no aceptaba ayuda. Abandonó la escuela y se dirigió a su casa. Mientras caminaba, desesperado, trataba de entender a su padre.
Se dio cuenta que a pesar de todo era su padre y que si bebiendo era feliz, él debía aceptarlo. Lo vio al pasar por la tienda de licores. Con mucho cuidado y sin ser visto se acercó y empezó a escuchar que un amigo le decía, “Vamos, Alfredo, sigue bebiendo con nosotros para olvidar las penas. El licor es lo que hace feliz al hombre.” Don Alfredo contestaba, “Sí, Jaimito tiene que entender que yo soy el hombre de la casa y que la vida es más fácil cuando se bebe.” Se echaron a reír y Jaimito, muy confundido, corrió hacia su casa.
Al llegar, fue directo a la cocina. Comenzó a buscar hasta que encontró un cajón con las botellas de licor. Cogió una botella y comenzó a beber de ella. Sentía un ardor inmenso en su garganta. Poco le faltaba para asfixiarse. Todo comenzó a darle vueltas y cayó junto con la botella.
Don Alfredo regresó a su casa tambaleándose. Encontró Jaimito en medio del piso. Él le gritó, pero no respondía. Corrió hacia él y comenzó a sacudirlo. El niño abrió poco sus ojos. El padre, muy preocupado, le dijo: “¡pero muchacho, estás loco!” Jaimito se puso a llorar y respondió: “Papá, solo quería ver a mamá.” Alfredo se quedó atónito y una lágrima escapó por su rostro. “Escúchame hijo, te prometo que no volveré a beber, el alcohol no hace feliz a un hombre, solo lo destruye. Mi verdadera felicidad serás tú de ahora en adelante. Perdóname. Quiero que tu mamita desde el cielo se sienta orgullosa de nosotros.”
Alfredo abrazó fuertemente a su hijo. “Te amo hijo.”
Monólogo de insanidad: Der Raucher
por Wanda R. Ortíz
No encuentro como soltar tinta en tu nombre. Pujando letras y puntos de exclamación. No logro darle vida a tal hombre. No hay emoción o excitación que me brinde usted; por lo menos no más que aquel soñador del mundo de ayer. Y no hay algo más triste que pensar que un hombre más brillante no me he encontrado; pero cómo me has enojado. Nunca un ser de tal forma me ha tratado. Contadme pues, ya que me he mal informado. ¿Qué te he hecho yo (Oveja de Jericó, reina bajo el reino de Dios)? Si es hecho, que solo te deseo -desnudo, desesperado, espumando, sabroso, doloroso, en vicio y ficticio- ¡hablar! Solo hablar nada más quiero. Pero veo tal desdén, tal desinterés (el tuyo real y el mío disimulado). Este es un juego que no se puede dar. Si más da tal voracidad, te aseguro que nadie te salvará.
Volviendo a la realidad. Te veo y te repito. Me encuentro inventado inspiración. Formando y creando todo un mundo. Amarrando nudo tras nudo; mirando cuan abajo cae tal improvisada escalera. Siento un vacío que, tal vez, terminará en un caudaloso río o mejor un bordar de piedras puntiagudas y negras. Un sinfín de espacio relleno de silencios y secretos. Estoy casi segura que cada puerta que cierras no tiene cómo volverse a ver abierta. Solo quiero escribir tu capítulo, para darle vida a un individuo flaco, enfermo, vicioso, demacrado y muerto. Y aunque deseo no verte así, es exactamente como te presentas ante mí.
Toda escritora e investigadora se topa con una pared, tú eres más una muralla. Solo me queda hacer notas al calce que se expanden a través de todas las páginas. Pero ni una palabra se encuentra en el centro; solo una introducción borrosa, bañada en alcohol y oscuridad; tal vez un poco de aquel humo fantasmal. Es ese olor a alcanfor y pacholí que recrean las memorias de cuando por primera vez te vi. Línea tras línea de carácter indefinido. Imágenes llenas de ruido. Sonidos sin sabor, pero con buen ritmo. Me recuerdan aquel dolor en tus ojos. Colorados, desgastados, callados y disgustados. Son en esos momentos que siento el comienzo a un íntimo verso; se apagan las luces, tú te luces y creas un cruce entre mi paciencia y mi admiración. Te otorgas licencia de deidad, limitando admisión a tu templo. Me desnudas y sin pensarlo, te esfumas.
No te des puesto que tu estás viejo para esto y yo muy joven para atreverme a un beso. Yo me quedo y de nuevo abro mi libro. En lo que te dejas ver, déjame volver a leer el capítulo de aquel príncipe gato con ojos morados y boca de acero. Me acuerdo, que fue él quien al menos me dedicó un beso (y un sensual rezo) pero eso es un lindo cuento para otro momento.
El Vicio del Tintero @ Mayo 22, 2014